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.Saltaba a la vista que habíanacido para el trono; y aunque extranjera de origen, reinaba tan lealmente española como sucuñada Ana de Austria la hermana de nuestro cuarto Felipe, desposada con Luis XIII, lohacía en su patria adoptiva de Francia.Cuando el curso de la historia terminó enfrentandoal viejo león español con el joven lobo francés, disputándose ambos la hegemonía enEuropa, ambas reinas, educadas en el deber riguroso de su honor y su sangre, abrazaron sinreservas las causas nacionales de sus augustos maridos; con lo que en los crudelísimostiempos que estaban porvenir iba a darse la paradoja de que los españoles, con reinafrancesa, íbamos a acuchillarnos con franceses que tenían una reina española.Pues talesson, pardiez, los azares de la guerra y la política.Pero volvamos a doña Isabel de Borbón y al Alcázar Real.Contaba a vuestrasmercedes que esa mañana, con la luz entrando a raudales por los tres balcones de la sala delos Espejos, la claridad de la estancia doraba su cabello rizado, arrancando reflejos mate alas dos perlas sencillas que usaba como pendientes.Vestía muy doméstica dentro de lasexigencias de su rango, de chamelote de aguas color malva, entero, guarnecido conesterillas de plata, y el verdugado ahuecaba su falda con mucha gracia, chapín de raso y unapulgada de media blanca a la vista, sentada como estaba en un escabel junto a la ventanadel balcón central. Temo no estar a la altura, mi señora. Lo estaguéis.Toda la cogté confía muchó en vuestgo inguenió.Era simpática como un ángel, pensé, clavado en la puerta sin atreverme a mover unaceja; petrificado por diversos motivos, de los que hallarme en presencia de la reina nuestraseñora era sólo uno entre muchos, y no por cierto el más grave.Me había vestido con ropanueva, jubón de paño negro con golilla almidonada y calzón y gorra de lo mismo, que unsastre de la calle Mayor, amigo del capitán Alatriste, me había confeccionado a crédito ensólo tres días, desde el momento en que supimos que don Francisco de Quevedo iba apermitirme acompañarlo a palacio.Mimado de la Corte, bienquisto entonces de su majestadla reina, don Francisco se había vuelto asiduo de todo acto cortesano.Divertía a nuestrosmonarcas con su ingenio, adulaba al conde-duque, a quien convenía contar con suinteligente péñola frente al número creciente de adversarios políticos, y era adorado por lasdamas, que en cualquier sarao o reunión le rogaban las complaciese con versos eimprovisaciones.De modo que el poeta, astuto y listísimo como era, se dejaba querer,cojeaba más de la cuenta para hacerse perdonar el talento y la privanza, y se disponía amedrar sin complejos mientras durase la buena racha.Favorable conjunción de los astros,aquélla, que el escepticismo estoico de don Francisco, forjado en la cultura clásica, en elfavor y en la desgracia, le pronosticaba no sería eterna.Pues como él mismo apuntaba,somos lo que somos hasta que dejamos de serlo.Sobre todo en España, donde esas cosasocurren sin más, de la noche a la mañana.De modo que te arrojan a prisión o te llevan enorozado por las calles, camino del cadalso y sin transición alguna, los mismos que ayer teaplaudían y se honraban con tu amistad o con tu trato. Permita mi señora que le presente a un joven amigo.Se llama Iñigo Balboa Aguirre,y ya se ha batido en Flandes.Me incliné hasta casi tocar el suelo con la frente, la gorra en lamano, ruborizado hasta las orejas.Y el golpe de calor, como ya apunté, no era sólo porhallarme en presencia de la esposa de Felipe IV Sentía fijos en mí los ojos de cuatromeninas de la reina que estaban sentadas cerca, en almohadones y cojines de raso puestossobre las baldosas amarillas y rojas, junto a Gastoncillo, el bufón francés que doña Isabelde Borbón había traído con ella cuando los desposorios con nuestro monarca.Las miradasy sonrisas de esas jóvenes damas bastaban para que a cualquier mozo se le fuera la cabeza [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]